Atracciones prohibidas

Ruth se preguntaba cuál era la diferencia entre querer hacerlo y atreverse. El valor, le dijo Adrián. Ella no se daba cuenta de que no era tan grande la distancia entre lo que deseaba y lo que estaba haciendo.

No se atrevía a acostarse con el marido de su prima, pero pensaba más en él que en el suyo propio. Hablaban por teléfono a diario. En las comidas familiares ambos contenían las ganas de reducir la distancia socialmente aceptada. Y mientras, se morían de ganas por besarse, acariciarse, olerse bien de cerca y notar el pulso de una en el otro y viceversa. Pero seguía ganando el miedo a ceder al impulso y dinamitar sus vidas en pareja.

Sin embargo, a pesar de no querer llegar más lejos, se permitían jugar. Últimamente las conversaciones telefónicas habían ido subiendo de tono, hasta llegar a empaparlo todo a su alrededor. Minutos más tarde, al colgar, sus vidas volvían a ser las que marcaba el sagrado sacramento.

Y es que el mayor problema que encontraban tanto Ruth como Adrián era el peso de la obligación matrimonial. Estaban resignados a seguir viviendo con la persona con la que se habían casado, pasara lo que pasase y fuera en contra o no de sus deseos. Porque el matrimonio es sacrificio, o eso es lo que habían ido escuchando una y otra vez desde que eran pequeños.

¿Y entonces qué? ¿Iban a estar mucho más tiempo haciendo trabajar a la imaginación con el teléfono en la mano? Claro que sí. En eso consiste la vida de los apocados, en mentir y aparentar que todo va como debería, mientras por dentro el deseo les consume día a día, y acababan por aborrecer su vida y a quien tienen al lado.